Tipografía

Si bien a finales del siglo XIX se dieron los primeros pasos para romper con los modelos tipográficos tradicionales, no fue hasta el primer tercio del siglo XX cuando se sentaron las bases de lo que ha sido la tipografía moderna. Entre las décadas de 1910 y 1930 aparecieron en Alemania una serie de reformadores que trataron de reemplazar la tipografía gótica por formas más contemporáneas.

Sin embargo, no todas las propuestas de vanguardia se incorporaron a lo que luego ha sido el corpus teórico del diseño moderno. A medida que las posturas más racionalistas fueron alcanzando una mayor fuerza y extensión, futuristas y dadaístas se percibieron como más cercanos al arte, fundamentalmente por los componentes azarosos, expresivos y subjetivos presentes en la mayoría de sus obras, quedando así  fuera de un campo que pronto estaría marcado por los intentos de alcanzar una cierta objetividad.

Nuevas necesidades, nuevas tipografías


A comienzos del siglo XX, la búsqueda de formas tipográficas y modos de hacer más adaptados a las necesidades contemporáneas se sintió como una auténtica necesidad impulsada por el deseo de reflejar el espíritu de una época en rápida y continua transformación. Así lo explicaba Herbert Bayer (1900-1985) en un texto publicado en 1935 en el que decía: «Nos precede una larga herencia de desarrollo del diseño de tipos y no tenemos intenciones de criticar el patrimonio que ahora nos oprime, pero hemos arribado a un punto en el que debemos decidir romper con el pasado. Cuando nos enfrentamos a un conjunto de estilos tradicionales, deberíamos percatarnos de que podemos desviarnos de las formas anticuadas de la edad media con clara consciencia de las posibilidades de diseñar una nueva clase de tipo más apropiado para el presente y para lo que podemos anticipar del futuro.»


La propuesta concreta, en este caso, de Bayer -y con él la que también había sido la de la ya por aquel entonces extinta Bauhaus-, era crear un nuevo alfabeto fundamentado en la geometría y en el que se abandonara todo aquello que recordara al carácter manuscrito. Dicho alfabeto ideal debería carecer de mayúsculas, mostrar uniformidad de grosor de todas las partes de la letra y renunciar a todo lo que sugiriera trazos ascendentes y descendentes, así como una simplificación de la forma a favor de la legibilidad pues se consideraba que cuanto más simple fuera la apariencia óptica, más fácil sería la comprensión de la letra.

Ese alfabeto ideal era tan solo uno de los elementos de una reforma más amplia que, como ya he indicado, algunos de los colegas de Bayer –Moholy-Nagy, por ejemplo- ya habían esbozado durante los años bauhasianos y que había estado también presente en neoplasticistas y constructivistas. De hecho, esa búsqueda de la simplificación de la forma tenía una deuda directa con estos últimos y con algunos antecesores alemanes como Peter Behrens quien, ya en los albores del siglo XX, había impulsado el empleo de los tipos sans-serif y un sistema con base en una cuadrícula para articular el espacio.

Un nuevo lenguaje tipográfico


Por su parte, desde la Bauhaus, el constructivista húngaro László Moholy-Nagy (1895-1946) había definido la tipografía como una herramienta de comunicación y asegurado que ésta: «Debe ser la comunicación en su forma más intensa. La claridad ha de enfatizarse específicamente, pues es la esencia de la impresión moderna, en contraste con la antigua tradición pictórica. […] Por lo tanto, ante todo: claridad absoluta en toda obra tipográfica. La legibilidad-comunicación no debe quedar mermada por una estética a priori.  Los caracteres nunca deben forzarse dentro de un marco preconcebido, por ejemplo un cuadrado.»

Para él, la imagen impresa se correspondía con los contenidos a través de unas leyes psicológicas y ópticas específicas que demandaban una forma característica. En su opinión, la esencia y propósitos del proceso de impresión pedía: «un uso sin inhibiciones de todas las direcciones lineales (por lo tanto, no sólo una articulación horizontal). Nosotros utilizamos todos los tipos de letra, tamaños de tipos, formas geométricas, colores, etcétera. Queremos crear un nuevo lenguaje tipográfico, cuya elasticidad, variedad y frescura compositiva sea dictada exclusivamente por las leyes internas de la expresión y los efectos ópticos.»

Efectivamente, la Bauhaus apostó por un nuevo lenguaje tipográfico, pero en él no se aprecia la variedad deseada por Moholy-Nagy, pues si se mira como un todo, realmente podemos afirmar que existió un estilo Bauhaus, marcado por una cierta uniformidad que, precisamente, emanaba de los intentos de universalización por los que abogó la Escuela, especialmente a partir de 1923.

Si bien Moholy-Nagy propuso, como se acaba de ver, el empleo de todos los tipos de letra, las distintas manifestaciones gráficas, así como los textos escritos por algunos de sus miembros, -entre ellos Bayer-, demuestran que, finalmente, los bauhasianos se decantaron por las tipografías de palo seco, y las propugnaron como símbolo de las ideas racionalistas que habían hecho su aparición en 1923.

Algunos de dichos miembros como el mismo Herbert Bayer, ya antes de que escribiera el texto aquí citado, habían creado los denominados alfabetos elementales –también llamados «universales» por diversos autores–, que no eran sino la concreción de las ideas de este diseñador a las que me he referido unas líneas más atrás y que coincidían con la defensa de la funcionalidad que a mediados de la década de los 1920 se convirtió en uno de los paradigmas de la Escuela. En la búsqueda de formas tipo que se adaptasen a las necesidades de la industria –o lo que venía a ser lo mismo, de la vida moderna-, estos alfabetos venían a ser el equivalente a los «experimentos» que Marcel Breuer estaba llevando a cabo en el diseño de mobiliario.



Más concretamente, los alfabetos de Bayer y de Joost Schmidt (1893-1948) constaban de letras reducidas a sus formas más simples, construidas recurriendo a una rigurosa geometría. En algunos de ellos se omitieron las mayúsculas, estimadas innecesarias por entender que no había diferencia entre el sonido expresado por la caja alta y la baja.

La Nueva Tipografía


Estos conceptos que, como puede verse eran la suma de las diferentes aportaciones de la vanguardia, tomaron cuerpo bajo la denominación de  Nueva Tipografía, un término que ya en su momento se aplicó para designar el trabajo de una nueva generación de grafistas que comenzó su andadura durante la década de 1920 y que se extendió por Alemania, Rusia, Holanda, Checoslovaquia, Suiza y Hungría, principalmente.
Tal y como señalaba Jan Tschichold puede decirse que los comienzos de la Nueva Tipografía se situarían en Alemania durante la Primera Guerra Mundial, con movimientos de vanguardia como el Dadaísmo –cuya influencia reconocía el mismo Tschichold en los años treinta del siglo XX.

Aunque los primeros textos, -siempre según los propios representantes de la Nueva Tipografía-, procedían ya de los dadaístas y la denominación del «movimiento» se ha atribuido a Moholy-Nagy, siempre se ha considerado que uno de los impulsos fundamentales recibidos por este «movimiento» fue el artículo de Jan Tschichold (1902-1974) titulado «Tipografía Elemental», publicado en 1925, en la revista Typographische Mitteilungen que, con una tirada de 28.000 ejemplares, dio a conocer por primera vez su corpus teórico, despertó ardientes discusiones y convirtió a su autor en uno de sus máximos exponentes.

Tres años más tarde, en 1928, vio la luz Die Neue Typographie (La Nueva Tipografía), un libro que marcó un antes y un después en la percepción de lo que había de ser –o no, pues también tuvo sus detractores–  la tipografía del siglo XX.

El libro alcanzó un gran éxito como testimonia que su autor ya desde 1929 estuviera trabajando en una nueva edición. A mediados de 1931 se anunció su reedición con importantes transformaciones pero quedó en suspenso y definitivamente anulada con el ascenso de los nazis al poder en 1933.

Aunque buena parte de los principios aplicados por los diseñadores de la segunda mitad del siglo XX son el resultado, también, de las influencias de otras perspectivas más tradicionales, hay que decir que la Nueva Tipografía se convirtió en el punto de referencia para quienes se han considerado vanguardistas y seguidores de la línea más racionalista del diseño.

Según Tschichold, la Nueva Tipografía apuntaba «a la flexibilidad en sus métodos de diseño» y tenía dos metas principales: «el reconocimiento y cumplimiento de  requisitos prácticos, y el diseño visual», relacionando este último con la estética, como una cuestión que no podía obviarse y que aproximaba al diseño gráfico a la pintura y al dibujo, de ahí su conexión en aquellos momentos con los pintores abstractos que en su opinión: «estaban destinados a ser los iniciadores de la Nueva Tipografía».



Los principios de la Nueva Tipografía


La Nueva Tipografía aportó una serie de principios que sirvieron de referente para lo que debía ser un buen diseño, pese a que el propio Tschichold derivaría más tarde por otros derroteros y, a lo largo del tiempo y en distintos lugares, surgirían también movimientos que reivindicaban la vuelta a los fundamentos tradicionales. Entre esos principios de la Nueva Tipografía nos encontramos con:
  • La ruptura con el eje medio, con la simetría axial y la preferencia por la asimetría.
  • La noción de que el tipógrafo debía responder con creatividad a las diferentes demandas gráficas.
  • El rechazo del tradicionalismo y de cualquier limitación formalista pero también de la decoración –propuestas todas ellas propias de las vanguardias artísticas y su exaltación del progreso,  la originalidad y la pureza formal-.
  • La búsqueda de formas constructivas más simples y fáciles de poner en práctica pero, también, visualmente atractivas y variadas.
  • La inclinación hacia los nuevos procedimientos técnicos.
  • La ampliación del término «tipografía» que ahora se extiende a todo el dominio de la impresión y no sólo y estrictamente al tipo de plomo.
  • La consideración de la fotografía como tipografía por ser otro método del discurso visual. Se prefiere a la ilustración pues se estima más objetiva.
  • La forma se entiende como el resultado del trabajo realizado y no como la «materialización de una concepción externa».
  • La idea de que la exigencia fundamental de la Nueva Tipografía es su mejor adaptación al propósito.
  • La omisión de todo elemento decorativo, una idea compartida con las manifestaciones artísticas y arquitectónicas de vanguardia.

Aunque, en sus orígenes, la Nueva Tipografía fue bien acogida sólo en círculos muy restringidos, se puede decir que a comienzos de la década de 1930 había triunfado en un gran número de medios como las revistas y la publicidad. Sus conceptos y formas se confundían con la idea de modernidad que se tenía en aquellos instantes y que acabaría forjando la que dominó el diseño hasta los años 1970 –e incluso buena parte de la década de los 1980, momento en el que se producen los primeros enfrentamientos entre modernos y postmodernos–.

Un medio de comunicación para el pueblo


En 1929 Douglas McMurtrie publica un texto en el que defiende que la tipografía se ha convertido en un medio de comunicación para el pueblo gracias al Movimiento Moderno que, por fin, ha irrumpido en el terreno de las artes gráficas: «La tipografía, -afirma- al igual que otras artes aplicadas, sufrió una convulsión en sus viejos cimientos y está en proceso de reconstrucción a partir de los lineamientos modernos.»

Según McMurtrie, el tipo en el mensaje moderno debía hablar tan directa y vívidamente como fuera posible y, por ello, lo que importaba no era tanto la forma externa de la tipografía sino la fácil comprensión del mensaje «que en la tipografía representa la función, es por lo tanto el determinante de la forma».

McMurtrie, interpretando a los tipógrafos modernos defendía que:
  • La disposición tipográfica debía ser fluida, de modo que para jerarquizar la información había de recurrirse a variaciones del tamaño y peso de las letras.
  • La tipografía tenía que ser representativa de su época y como quiera que «el rasgo más típico de la forma de vivir actual sea su tempo veloz», había de ser dinámica y no estática, estando su equilibrio más en el movimiento que en el reposo.
  • La diagramación simétrica era una forma caduca y la forma más racional de colocar las líneas de diagramación era situarlas a la izquierda de la página.
  • Los bocetos «bonitos», por un lado, y las disposiciones excesivamente bizarras, por otro, deben dejarse de lado ya que distraen la atención del mensaje y lo centran en la forma física de la tipografía, que siempre ha de considerarse no como fin en sí misma sino solo como medio para cumplir el fin de que se lea el mensaje.
  • Como el objetivo era que el lector comprendiera el sentido del texto impreso y el único propósito del ornamento era hacer atractiva la composición tipográfica, toda decoración debía desaparecer –salvo aquella que promoviera la comprensión del texto y fuera muy simple- pues se consideraba que podía ser un elemento de distracción.
  • Por lo que se refiere a los tipos, habían de ser lo más elementales que fuera posible en cuanto a forma y diseño.

El impacto de la Nueva Tipografía



Durante el periodo comentado, vieron la luz otros escritos como el An Essay on Typography (1931) de Eric Gill, en el que su autor proponía algo que también se estaba trabajando en la Bauhaus: la alineación en bandera y, por tanto, el uso de longitudes de líneas desiguales en los textos. Según Gill, este tipo de alineación proporcionaba una mayor legibilidad y un espaciado uniforme.

Desde entonces, fueron muchos los tipógrafos modernos que defendieron este modo de justificación como, por ejemplo, la Escuela Suiza que utilizó este recurso por las mismas razones que Gill.

Si fue así para la composición tipográfica, por lo que se refiere a la influencia de la Nueva Tipografía en el diseño de alfabetos, la difusión de estas ideas, -y con ellas, también, los tipos sin remate de Bayer o el alfabeto de «tipo universal» creado por Tschichold en 1929-,  dio lugar a la creación aparición de nuevos tipos de letras sans-serif, tales como la familia Gill Sans (1928-1930) de Eric Gill (1882-1940) o la Futura (1927) de Paul Renner (1878-1956), quizá la tipografía más popular de este periodo, pues fue la familia más extensamente usada, con toda una declaración filosófica implícita en su mismo nombre.

Renner defendió siempre que los tipógrafos no sólo debían transmitir la herencia recibida a lo largo del tiempo a las siguientes generaciones, sino también crear formas contemporáneas que respondieran a su propia época.

El peso de la tradición


Pero, en la configuración del pensamiento de los tipógrafos del siglo XX no podemos olvidarnos tampoco de la corriente tradicionalista que, en su momento, se situó frente a las propuestas modernas pero que, con el tiempo, también dejaría su poso en las futuras generaciones en especial respecto a cuestiones como, por ejemplo, la de la legibilidad.

Así, uno de los textos claves de la década de 1990, «The rules of typography according to crackpots experts» de Jeffery Keedy (Eye, 1993), fue un ataque directo a uno de los textos seminales de la tipografía del siglo XX, el conocido artículo de Beatrice Warde, «La copa de cristal o la impresión debe ser invisible», una conferencia de 1932 impartida por esta crítica especializada en tipografía ante la Society of Typographic Designers.


También en 1930 apareció en una edición revisada y ampliada y en el último tomo de la revista The Fleuron, -publicación sobre tipografía editada por la University Press de Cambridge- Principios fundamentales de la tipografía, un texto que Stanley Morison (1889-1967) había escrito un año antes para publicar en la decimocuarta edición de la Encyclopaedia Británica. Ya al comienzo del ensayo, Morison declaraba que: «La tipografía puede definirse como el arte de disponer correctamente el material de imprimir de acuerdo con un propósito específico: el de colocar las letras, repartir el espacio y organizar los tipos con vistas a prestar al lector la máxima ayuda para la comprensión del texto. La tipografía es el medio eficaz para conseguir un fin esencialmente utilitario y solo accidentalmente estético, ya que el goce visual de las formas constituye rara vez la aspiración principal del lector. Por tanto, es equivocada cualquier disposición del material de imprenta que, sea por la causa que sea, produzca el efecto de interponerse entre el autor y el lector. Se deduce de esto que la impresión de libros hechos para ser leídos ofrece muy reducido margen para la tipografía ‘original’.»

Las ideas de Morison alcanzaron una amplia difusión en los talleres de imprenta de todo el mundo pues Principios de la Tipografía se reimprimió en 1936 en Gran Bretaña, Estados Unidos y Holanda y después de la Segunda Guerra Mundial se tradujo al castellano, al alemán, danés y holandés, volviéndose a imprimir en varias ocasiones más.


Publicado por el Gremio de Tipógrafos Británicos, «La copa de cristal», fue durante décadas un punto de referencia para muchos profesionales, que vieron en este artículo una definición - por otra parte, nada «moderna», si nos atenemos a lo que en su momento era la modernidad- de lo que debía ser la «buena» tipografía.

Por otra parte, ambas posiciones proclamaban el valor de la objetividad y la invisibilidad de la mano del diseñador, en el primer caso por entender que la misión de la letra era transmitir las ideas del escritor a sus lectores de la forma más transparente posible y, en el segundo, porque la búsqueda de esa objetividad en una era de la máquina dominada por la racionalidad, implicaba el abandono de cualquier rastro de personalidad. De cualquier modo, para quienes heredaron los principios de unos y otros a lo largo de las décadas posteriores a estos escritos, ambas posiciones se difuminaron y fundieron en la nebulosa en la que el paso del tiempo sumerge a cualquier hecho.

El Estilo Internacional


Muchas de esas concepciones estuvieron ligadas a la Escuela Suiza, un «movimiento» surgido en este país donde las ideas de la Modernidad tuvieron buena acogida, especialmente desde los años 1930 y donde, tal y como apunta Robin Kinross, gracias a los ideales de estabilidad, igualdad y continuidad que marcaban la filosofía de dicho Estado: «fue posible desarrollar un diseño gráfico que pudiera plausiblemente aspirar a ser “funcional”, en el sentido de ser un modesto medio para comunicar información útil.»

Hay quienes han comentado que el asentamiento de Tschichold –exiliado por la persecución nazi que había comenzado a sufrir en 1933- en Suiza, tiene mucho que ver con el desarrollo de esas ideas en dicho territorio. Sin embargo, hacia 1935 el tipógrafo alemán había comenzado a cambiar de planteamientos y, por otro lado, hay que decir que las investigaciones más recientes ponen en duda la tradicional interpretación sobre la influencia bauhasiana, destacando que, por ejemplo, Johannes Itten, uno de los primeros profesores de la Bauhaus era ya un reconocido artista suizo cuando llegó a la escuela.

A partir de ese momento, las propuestas modernas se transformaron en un estilo a seguir –pese a que los miembros de la Escuela Suiza nunca tuvieran la intención de que sus presupuestos lo fueran como tampoco lo había querido la Bauhaus- por toda una nueva generación de diseñadores gráficos.

La retícula como unidad visual


Dicho estilo se concretó, básicamente, en una unidad visual del diseño conseguida mediante la organización asimétrica de los diferentes elementos sobre una retícula construida matemáticamente, la preferencia por la fotografía frente a la ilustración en un intento de demostrar objetividad, la simplicidad tipográfica y, en numerosas ocasiones, el uso de la letra en lugar de la imagen, la predilección por los tipos sans-serif, el empleo de un reducido número de fuentes y cuerpos de éstas, la eliminación de los efectos decorativos o expresivos, la composición del texto en bandera y la fusión entre tipografía y gráfica que se va a entender como «diseño gráfico».

Para Müller-Brockmann, por ejemplo, –quizá uno de los miembros más «extremistas» del «movimiento»– debía evitarse cualquier elemento que no desempeñara un papel funcional. Por eso, se oponía a la combinación de familias tipográficas diferentes e, incluso, al uso de fuentes distintas dentro de una misma familia. Proponía, además, evitar la introducción de diferentes cuerpos de letra porque opinaba que el área tipográfica debía ser lo más compacta posible. Este control afectaba, como es lógico, al interlineado rigurosamente gobernado para que ninguna línea se percibiera como aislada del resto. Müller-Brockmann defendía, asimismo, las tipografías sin remate porque, en su opinión, al carecer de contrastes evitaban cualquier elemento decorativo que pudiera distraer al lector y, por tanto, dificultar su comprensión del mensaje.

La aplicación sistemática de la retícula y el proceso de diseño derivado de ello se consideró una de las contribuciones más importantes al trabajo del diseñador tipográfico porque se percibió como un modo de racionalizarlo, al concebirla como una herramienta práctica que servía para solucionar muchos de los problemas cotidianos de diseño de forma rápida y sencilla. La retícula, –que no era nueva en la historia del diseño pero sí la forma de emplearla por estos diseñadores–, fue una pieza fundamental del diseño sistemático defendido por la Escuela Suiza y uno de los principios indiscutibles de la composición tipográfica hasta el momento en que como otros paradigmas comenzó a ponerse en duda, en parte como consecuencia de la influencia de la teoría de la deconstrucción de Jacques Derrida.

Sistemas de retícula


Josef Müller-Brockmann fue uno de los principales defensores y propagandistas de la retícula. Sus ideas se concretaron en un libro que alcanzó un gran éxito: Grid Systems in Graphic Design.

En «Grid and Design Philosophy», uno de los textos contenidos en esta obra, Müller-Brockmann decía lo siguiente: «El uso de la retícula como un sistema de ordenación es la expresión de una cierta actitud mental puesto que muestra que el diseñador concibe su trabajo en términos que son constructivos y orientados al futuro. Esta es la expresión de un espíritu profesional: el trabajo del diseñador debería tener la calidad claramente inteligible, objetiva, funcional y estética del pensamiento matemático.»

Y unas líneas después afirma: «El diseño constructivo que es capaz de análisis y reproducción puede influir y mejorar el gusto de una sociedad y el modo en que concibe las formas y colores. El diseño que es objetivo, comprometido con el bien común, bien compuesto, y refinado constituye las bases del comportamiento democrático.»

Hablando ya en términos prácticos, Müller-Brockmann explicaba cuál era el propósito de la retícula, un instrumento que servía para resolver problemas visuales en dos y tres dimensiones y que facilitaba al diseñador la disposición de textos, fotografías y diagramas «de acuerdo a un criterio objetivo y funcional». Los elementos se adaptaban a unos cuantos formatos de un mismo tamaño determinado en función de la importancia del tema. La reducción del número de elementos visuales, según el diseñador, creaba un sentido de inteligibilidad, claridad y planificación que sugerían un sentido de disciplina en el diseño.

La retícula tenía, por tanto, una inmediata practicidad pero, también, era algo más, como apunta el propio título del texto y la mayor parte de sus contenidos: una filosofía de diseño.