Sin embargo, no todas las propuestas de vanguardia se
incorporaron a lo que luego ha sido el corpus teórico del diseño moderno. A
medida que las posturas más racionalistas fueron alcanzando una mayor fuerza y
extensión, futuristas y dadaístas se percibieron como más cercanos al arte,
fundamentalmente por los componentes azarosos, expresivos y subjetivos
presentes en la mayoría de sus obras, quedando así fuera de un campo que pronto estaría marcado
por los intentos de alcanzar una cierta objetividad.
Nuevas necesidades, nuevas tipografías
A comienzos del siglo XX, la búsqueda de formas tipográficas
y modos de hacer más adaptados a las necesidades contemporáneas se sintió como
una auténtica necesidad impulsada por el deseo de reflejar el espíritu de una
época en rápida y continua transformación. Así lo explicaba Herbert Bayer
(1900-1985) en un texto publicado en 1935 en el que decía: «Nos precede una
larga herencia de desarrollo del diseño de tipos y no tenemos intenciones de
criticar el patrimonio que ahora nos oprime, pero hemos arribado a un punto en
el que debemos decidir romper con el pasado. Cuando nos enfrentamos a un
conjunto de estilos tradicionales, deberíamos percatarnos de que podemos
desviarnos de las formas anticuadas de la edad media con clara consciencia de
las posibilidades de diseñar una nueva clase de tipo más apropiado para el
presente y para lo que podemos anticipar del futuro.»
La propuesta concreta, en este caso, de Bayer -y con él la
que también había sido la de la ya por aquel entonces extinta Bauhaus-, era
crear un nuevo alfabeto fundamentado en la geometría y en el que se abandonara
todo aquello que recordara al carácter manuscrito. Dicho alfabeto ideal debería
carecer de mayúsculas, mostrar uniformidad de grosor de todas las partes de la
letra y renunciar a todo lo que sugiriera trazos ascendentes y descendentes,
así como una simplificación de la forma a favor de la legibilidad pues se
consideraba que cuanto más simple fuera la apariencia óptica, más fácil sería
la comprensión de la letra.
Ese alfabeto ideal era tan solo uno de los elementos de una
reforma más amplia que, como ya he indicado, algunos de los colegas de Bayer
–Moholy-Nagy, por ejemplo- ya habían esbozado durante los años bauhasianos y
que había estado también presente en neoplasticistas y constructivistas. De
hecho, esa búsqueda de la simplificación de la forma tenía una deuda directa
con estos últimos y con algunos antecesores alemanes como Peter Behrens quien,
ya en los albores del siglo XX, había impulsado el empleo de los tipos
sans-serif y un sistema con base en una cuadrícula para articular el espacio.
Un nuevo lenguaje tipográfico
Por su parte, desde la Bauhaus, el constructivista húngaro
László Moholy-Nagy (1895-1946) había definido la tipografía como una
herramienta de comunicación y asegurado que ésta: «Debe ser la comunicación en
su forma más intensa. La claridad ha de enfatizarse específicamente, pues es la
esencia de la impresión moderna, en contraste con la antigua tradición
pictórica. […] Por lo tanto, ante todo: claridad absoluta en toda obra
tipográfica. La legibilidad-comunicación no debe quedar mermada por una
estética a priori. Los caracteres nunca
deben forzarse dentro de un marco preconcebido, por ejemplo un cuadrado.»
Para él, la imagen impresa se correspondía con los
contenidos a través de unas leyes psicológicas y ópticas específicas que
demandaban una forma característica. En su opinión, la esencia y propósitos del
proceso de impresión pedía: «un uso sin inhibiciones de todas las direcciones
lineales (por lo tanto, no sólo una articulación horizontal). Nosotros utilizamos
todos los tipos de letra, tamaños de tipos, formas geométricas, colores,
etcétera. Queremos crear un nuevo lenguaje tipográfico, cuya elasticidad,
variedad y frescura compositiva sea dictada exclusivamente por las leyes
internas de la expresión y los efectos ópticos.»
Efectivamente, la Bauhaus apostó por un nuevo lenguaje
tipográfico, pero en él no se aprecia la variedad deseada por Moholy-Nagy, pues
si se mira como un todo, realmente podemos afirmar que existió un estilo
Bauhaus, marcado por una cierta uniformidad que, precisamente, emanaba de los
intentos de universalización por los que abogó la Escuela, especialmente a
partir de 1923.
Si bien Moholy-Nagy propuso, como se acaba de ver, el empleo
de todos los tipos de letra, las distintas manifestaciones gráficas, así como
los textos escritos por algunos de sus miembros, -entre ellos Bayer-,
demuestran que, finalmente, los bauhasianos se decantaron por las tipografías
de palo seco, y las propugnaron como símbolo de las ideas racionalistas que
habían hecho su aparición en 1923.
Algunos de dichos miembros como el mismo Herbert Bayer, ya
antes de que escribiera el texto aquí citado, habían creado los denominados
alfabetos elementales –también llamados «universales» por diversos autores–,
que no eran sino la concreción de las ideas de este diseñador a las que me he
referido unas líneas más atrás y que coincidían con la defensa de la
funcionalidad que a mediados de la década de los 1920 se convirtió en uno de
los paradigmas de la Escuela. En la búsqueda de formas tipo que se adaptasen a
las necesidades de la industria –o lo que venía a ser lo mismo, de la vida
moderna-, estos alfabetos venían a ser el equivalente a los «experimentos» que
Marcel Breuer estaba llevando a cabo en el diseño de mobiliario.
Más concretamente, los alfabetos de Bayer y de Joost Schmidt
(1893-1948) constaban de letras reducidas a sus formas más simples, construidas
recurriendo a una rigurosa geometría. En algunos de ellos se omitieron las
mayúsculas, estimadas innecesarias por entender que no había diferencia entre
el sonido expresado por la caja alta y la baja.
La Nueva Tipografía
Estos conceptos que, como puede verse eran la suma de las
diferentes aportaciones de la vanguardia, tomaron cuerpo bajo la denominación
de Nueva Tipografía, un término que ya
en su momento se aplicó para designar el trabajo de una nueva generación de
grafistas que comenzó su andadura durante la década de 1920 y que se extendió
por Alemania, Rusia, Holanda, Checoslovaquia, Suiza y Hungría, principalmente.
Tal y como señalaba Jan Tschichold puede decirse que los
comienzos de la Nueva Tipografía se situarían en Alemania durante la Primera
Guerra Mundial, con movimientos de vanguardia como el Dadaísmo –cuya influencia
reconocía el mismo Tschichold en los años treinta del siglo XX.
Aunque los primeros textos, -siempre según los propios
representantes de la Nueva Tipografía-, procedían ya de los dadaístas y la
denominación del «movimiento» se ha atribuido a Moholy-Nagy, siempre se ha
considerado que uno de los impulsos fundamentales recibidos por este
«movimiento» fue el artículo de Jan Tschichold (1902-1974) titulado «Tipografía
Elemental», publicado en 1925, en la revista Typographische Mitteilungen que,
con una tirada de 28.000 ejemplares, dio a conocer por primera vez su corpus
teórico, despertó ardientes discusiones y convirtió a su autor en uno de sus
máximos exponentes.
Tres años más tarde, en 1928, vio la luz Die Neue Typographie
(La Nueva Tipografía), un libro que marcó un antes y un después en la
percepción de lo que había de ser –o no, pues también tuvo sus detractores– la tipografía del siglo XX.
El libro alcanzó un gran éxito como testimonia que su autor
ya desde 1929 estuviera trabajando en una nueva edición. A mediados de 1931 se
anunció su reedición con importantes transformaciones pero quedó en suspenso y
definitivamente anulada con el ascenso de los nazis al poder en 1933.
Aunque buena parte de los principios aplicados por los
diseñadores de la segunda mitad del siglo XX son el resultado, también, de las
influencias de otras perspectivas más tradicionales, hay que decir que la Nueva
Tipografía se convirtió en el punto de referencia para quienes se han considerado
vanguardistas y seguidores de la línea más racionalista del diseño.
Según Tschichold, la Nueva Tipografía apuntaba «a la
flexibilidad en sus métodos de diseño» y tenía dos metas principales: «el
reconocimiento y cumplimiento de
requisitos prácticos, y el diseño visual», relacionando este último con
la estética, como una cuestión que no podía obviarse y que aproximaba al diseño
gráfico a la pintura y al dibujo, de ahí su conexión en aquellos momentos con
los pintores abstractos que en su opinión: «estaban destinados a ser los iniciadores
de la Nueva Tipografía».
Los principios de la Nueva Tipografía
La Nueva Tipografía aportó una serie de principios que
sirvieron de referente para lo que debía ser un buen diseño, pese a que el
propio Tschichold derivaría más tarde por otros derroteros y, a lo largo del
tiempo y en distintos lugares, surgirían también movimientos que reivindicaban
la vuelta a los fundamentos tradicionales. Entre esos principios de la Nueva Tipografía
nos encontramos con:
- La ruptura con el eje medio, con la simetría axial y la preferencia por la asimetría.
- La noción de que el tipógrafo debía responder con creatividad a las diferentes demandas gráficas.
- El rechazo del tradicionalismo y de cualquier limitación formalista pero también de la decoración –propuestas todas ellas propias de las vanguardias artísticas y su exaltación del progreso, la originalidad y la pureza formal-.
- La búsqueda de formas constructivas más simples y fáciles de poner en práctica pero, también, visualmente atractivas y variadas.
- La inclinación hacia los nuevos procedimientos técnicos.
- La ampliación del término «tipografía» que ahora se extiende a todo el dominio de la impresión y no sólo y estrictamente al tipo de plomo.
- La consideración de la fotografía como tipografía por ser otro método del discurso visual. Se prefiere a la ilustración pues se estima más objetiva.
- La forma se entiende como el resultado del trabajo realizado y no como la «materialización de una concepción externa».
- La idea de que la exigencia fundamental de la Nueva Tipografía es su mejor adaptación al propósito.
- La omisión de todo elemento decorativo, una idea compartida con las manifestaciones artísticas y arquitectónicas de vanguardia.
Aunque, en sus orígenes, la Nueva Tipografía fue bien
acogida sólo en círculos muy restringidos, se puede decir que a comienzos de la
década de 1930 había triunfado en un gran número de medios como las revistas y
la publicidad. Sus conceptos y formas se confundían con la idea de modernidad
que se tenía en aquellos instantes y que acabaría forjando la que dominó el
diseño hasta los años 1970 –e incluso buena parte de la década de los 1980,
momento en el que se producen los primeros enfrentamientos entre modernos y
postmodernos–.
Un medio de comunicación para el pueblo
En 1929 Douglas McMurtrie publica un texto en el que
defiende que la tipografía se ha convertido en un medio de comunicación para el
pueblo gracias al Movimiento Moderno que, por fin, ha irrumpido en el terreno
de las artes gráficas: «La tipografía, -afirma- al igual que otras artes
aplicadas, sufrió una convulsión en sus viejos cimientos y está en proceso de
reconstrucción a partir de los lineamientos modernos.»
Según McMurtrie, el tipo en el mensaje moderno debía hablar
tan directa y vívidamente como fuera posible y, por ello, lo que importaba no
era tanto la forma externa de la tipografía sino la fácil comprensión del
mensaje «que en la tipografía representa la función, es por lo tanto el determinante
de la forma».
McMurtrie, interpretando a los tipógrafos modernos defendía
que:
- La disposición tipográfica debía ser fluida, de modo que para jerarquizar la información había de recurrirse a variaciones del tamaño y peso de las letras.
- La tipografía tenía que ser representativa de su época y como quiera que «el rasgo más típico de la forma de vivir actual sea su tempo veloz», había de ser dinámica y no estática, estando su equilibrio más en el movimiento que en el reposo.
- La diagramación simétrica era una forma caduca y la forma más racional de colocar las líneas de diagramación era situarlas a la izquierda de la página.
- Los bocetos «bonitos», por un lado, y las disposiciones excesivamente bizarras, por otro, deben dejarse de lado ya que distraen la atención del mensaje y lo centran en la forma física de la tipografía, que siempre ha de considerarse no como fin en sí misma sino solo como medio para cumplir el fin de que se lea el mensaje.
- Como el objetivo era que el lector comprendiera el sentido del texto impreso y el único propósito del ornamento era hacer atractiva la composición tipográfica, toda decoración debía desaparecer –salvo aquella que promoviera la comprensión del texto y fuera muy simple- pues se consideraba que podía ser un elemento de distracción.
- Por lo que se refiere a los tipos, habían de ser lo más elementales que fuera posible en cuanto a forma y diseño.
El impacto de la Nueva Tipografía
Durante el periodo comentado, vieron la luz otros escritos
como el An Essay on Typography (1931) de Eric Gill, en el que su autor proponía
algo que también se estaba trabajando en la Bauhaus: la alineación en bandera
y, por tanto, el uso de longitudes de líneas desiguales en los textos. Según
Gill, este tipo de alineación proporcionaba una mayor legibilidad y un espaciado
uniforme.
Desde entonces, fueron muchos los tipógrafos modernos que
defendieron este modo de justificación como, por ejemplo, la Escuela Suiza que
utilizó este recurso por las mismas razones que Gill.
Si fue así para la composición tipográfica, por lo que
se refiere a la influencia de la Nueva Tipografía en el diseño de alfabetos, la
difusión de estas ideas, -y con ellas, también, los tipos sin remate de Bayer o
el alfabeto de «tipo universal» creado por Tschichold en 1929-, dio lugar a la creación aparición de nuevos
tipos de letras sans-serif, tales como la familia Gill Sans (1928-1930) de Eric
Gill (1882-1940) o la Futura (1927) de Paul Renner (1878-1956), quizá la
tipografía más popular de este periodo, pues fue la familia más extensamente
usada, con toda una declaración filosófica implícita en su mismo nombre.
Renner defendió siempre que los tipógrafos no
sólo debían transmitir la herencia recibida a lo largo del tiempo a las siguientes
generaciones, sino también crear formas contemporáneas que respondieran a su
propia época.
El peso de la tradición
Pero, en la configuración del pensamiento de los tipógrafos
del siglo XX no podemos olvidarnos tampoco de la corriente tradicionalista que,
en su momento, se situó frente a las propuestas modernas pero que, con el
tiempo, también dejaría su poso en las futuras generaciones en especial
respecto a cuestiones como, por ejemplo, la de la legibilidad.
Así, uno de los textos claves de la década de 1990, «The
rules of typography according to crackpots experts» de Jeffery Keedy (Eye,
1993), fue un ataque directo a uno de los textos seminales de la tipografía del
siglo XX, el conocido artículo de Beatrice Warde, «La copa de cristal o la impresión
debe ser invisible», una conferencia de 1932 impartida por esta crítica
especializada en tipografía ante la Society of Typographic Designers.
También en 1930 apareció en una edición revisada y ampliada
y en el último tomo de la revista The Fleuron, -publicación sobre tipografía
editada por la University Press de Cambridge- Principios fundamentales de la
tipografía, un texto que Stanley Morison (1889-1967) había escrito un año antes
para publicar en la decimocuarta edición de la Encyclopaedia Británica. Ya al
comienzo del ensayo, Morison declaraba que: «La tipografía puede definirse como
el arte de disponer correctamente el material de imprimir de acuerdo con un
propósito específico: el de colocar las letras, repartir el espacio y organizar
los tipos con vistas a prestar al lector la máxima ayuda para la comprensión
del texto. La tipografía es el medio eficaz para conseguir un fin esencialmente
utilitario y solo accidentalmente estético, ya que el goce visual de las formas
constituye rara vez la aspiración principal del lector. Por tanto, es
equivocada cualquier disposición del material de imprenta que, sea por la causa
que sea, produzca el efecto de interponerse entre el autor y el lector. Se
deduce de esto que la impresión de libros hechos para ser leídos ofrece muy
reducido margen para la tipografía ‘original’.»
Las ideas de Morison alcanzaron una amplia difusión en los
talleres de imprenta de todo el mundo pues Principios de la Tipografía se
reimprimió en 1936 en Gran Bretaña, Estados Unidos y Holanda y después de la
Segunda Guerra Mundial se tradujo al castellano, al alemán, danés y holandés,
volviéndose a imprimir en varias ocasiones más.
Publicado por el Gremio de Tipógrafos Británicos, «La copa
de cristal», fue durante décadas un punto de referencia para muchos
profesionales, que vieron en este artículo una definición - por otra parte,
nada «moderna», si nos atenemos a lo que en su momento era la modernidad- de lo
que debía ser la «buena» tipografía.
Por otra parte, ambas posiciones proclamaban el valor de la
objetividad y la invisibilidad de la mano del diseñador, en el primer caso por
entender que la misión de la letra era transmitir las ideas del escritor a sus
lectores de la forma más transparente posible y, en el segundo, porque la
búsqueda de esa objetividad en una era de la máquina dominada por la
racionalidad, implicaba el abandono de cualquier rastro de personalidad. De
cualquier modo, para quienes heredaron los principios de unos y otros a lo
largo de las décadas posteriores a estos escritos, ambas posiciones se
difuminaron y fundieron en la nebulosa en la que el paso del tiempo sumerge a
cualquier hecho.
El Estilo Internacional
Muchas de esas concepciones estuvieron ligadas a la Escuela
Suiza, un «movimiento» surgido en este país donde las ideas de la Modernidad
tuvieron buena acogida, especialmente desde los años 1930 y donde, tal y como
apunta Robin Kinross, gracias a los ideales de estabilidad, igualdad y
continuidad que marcaban la filosofía de dicho Estado: «fue posible desarrollar
un diseño gráfico que pudiera plausiblemente aspirar a ser “funcional”, en el
sentido de ser un modesto medio para comunicar información útil.»
Hay quienes han comentado que el asentamiento de Tschichold
–exiliado por la persecución nazi que había comenzado a sufrir en 1933- en
Suiza, tiene mucho que ver con el desarrollo de esas ideas en dicho territorio.
Sin embargo, hacia 1935 el tipógrafo alemán había comenzado a cambiar de
planteamientos y, por otro lado, hay que decir que las investigaciones más
recientes ponen en duda la tradicional interpretación sobre la influencia
bauhasiana, destacando que, por ejemplo, Johannes Itten, uno de los primeros
profesores de la Bauhaus era ya un reconocido artista suizo cuando llegó a la
escuela.
A partir de ese momento, las propuestas modernas se
transformaron en un estilo a seguir –pese a que los miembros de la Escuela
Suiza nunca tuvieran la intención de que sus presupuestos lo fueran como
tampoco lo había querido la Bauhaus- por toda una nueva generación de
diseñadores gráficos.
La retícula como unidad visual
Dicho estilo se concretó, básicamente, en una unidad visual
del diseño conseguida mediante la organización asimétrica de los diferentes
elementos sobre una retícula construida matemáticamente, la preferencia por la
fotografía frente a la ilustración en un intento de demostrar objetividad, la
simplicidad tipográfica y, en numerosas ocasiones, el uso de la letra en lugar
de la imagen, la predilección por los tipos sans-serif, el empleo de un
reducido número de fuentes y cuerpos de éstas, la eliminación de los efectos
decorativos o expresivos, la composición del texto en bandera y la fusión entre
tipografía y gráfica que se va a entender como «diseño gráfico».
Para Müller-Brockmann, por ejemplo, –quizá uno de los
miembros más «extremistas» del «movimiento»– debía evitarse cualquier elemento
que no desempeñara un papel funcional. Por eso, se oponía a la combinación de
familias tipográficas diferentes e, incluso, al uso de fuentes distintas dentro
de una misma familia. Proponía, además, evitar la introducción de diferentes
cuerpos de letra porque opinaba que el área tipográfica debía ser lo más
compacta posible. Este control afectaba, como es lógico, al interlineado
rigurosamente gobernado para que ninguna línea se percibiera como aislada del
resto. Müller-Brockmann defendía, asimismo, las tipografías sin remate porque,
en su opinión, al carecer de contrastes evitaban cualquier elemento decorativo
que pudiera distraer al lector y, por tanto, dificultar su comprensión del
mensaje.
La aplicación sistemática de la retícula y el proceso de
diseño derivado de ello se consideró una de las contribuciones más importantes
al trabajo del diseñador tipográfico porque se percibió como un modo de
racionalizarlo, al concebirla como una herramienta práctica que servía para
solucionar muchos de los problemas cotidianos de diseño de forma rápida y
sencilla. La retícula, –que no era nueva en la historia del diseño pero sí la
forma de emplearla por estos diseñadores–, fue una pieza fundamental del diseño
sistemático defendido por la Escuela Suiza y uno de los principios
indiscutibles de la composición tipográfica hasta el momento en que como otros paradigmas comenzó a ponerse en
duda, en parte como consecuencia de la influencia de la teoría de la deconstrucción
de Jacques Derrida.
Sistemas de retícula
Josef Müller-Brockmann fue uno de los principales defensores
y propagandistas de la retícula. Sus ideas se concretaron en un libro que
alcanzó un gran éxito: Grid Systems in Graphic Design.
En «Grid and Design Philosophy», uno de los textos
contenidos en esta obra, Müller-Brockmann decía lo siguiente: «El uso de la
retícula como un sistema de ordenación es la expresión de una cierta actitud
mental puesto que muestra que el diseñador concibe su trabajo en términos que
son constructivos y orientados al futuro. Esta es la expresión de un espíritu
profesional: el trabajo del diseñador debería tener la calidad claramente inteligible,
objetiva, funcional y estética del pensamiento matemático.»
Y unas líneas después afirma: «El diseño constructivo que es
capaz de análisis y reproducción puede influir y mejorar el gusto de una
sociedad y el modo en que concibe las formas y colores. El diseño que es
objetivo, comprometido con el bien común, bien compuesto, y refinado constituye
las bases del comportamiento democrático.»
Hablando ya en términos prácticos, Müller-Brockmann
explicaba cuál era el propósito de la retícula, un instrumento que servía para
resolver problemas visuales en dos y tres dimensiones y que facilitaba al
diseñador la disposición de textos, fotografías y diagramas «de acuerdo a un
criterio objetivo y funcional». Los elementos se adaptaban a unos cuantos
formatos de un mismo tamaño determinado en función de la importancia del tema.
La reducción del número de elementos visuales, según el diseñador, creaba un
sentido de inteligibilidad, claridad y planificación que sugerían un sentido de
disciplina en el diseño.
La retícula tenía, por tanto, una inmediata practicidad
pero, también, era algo más, como apunta el propio título del texto y la mayor
parte de sus contenidos: una filosofía de diseño.